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Imagina una noche hace cientos de años en el medio oriente. Las personas morales y religiosas del momento no podían creer lo que sus ojos veían: un maestro y profeta respetado conviviendo con gente común, con gente impura. Este maestro, con su inevitable y misterioso magnetismo, rodeado de todo tipo de personas, contó la historia de un padre y dos hijos. El menor de los dos corrió con su herencia a un país lejano, traicionando el amor que le había mostrado su padre por toda una vida. El mayor se quedó físicamente cerca del padre, pero sus palabras demuestran que algo no estaba bien en su corazón.

El que huyó volvió después de perderlo todo, arrepentido y queriendo buscar un lugar en casa una vez más. Él no esperaba un gran recibimiento: sabía que no lo merecía. Él iba en busca de un trabajo, dependiendo de la misericordia del padre (Luc. 15:17-19). Pero este padre hizo algo radicalmente inesperado. Él salió a su encuentro y lo recibió con gracia y lágrimas de alegría. Lo recibió en base a su amor inmerecido y sin esperar nada a cambio más que su quebrantado regreso. Trabajo y disciplina jamás podrían compensar la traición y las heridas de su hijo.

Ese no es el fin de la historia. Jesús luego añadió que el hijo que nunca se fue estalló en resentimiento. Él no entendía cómo su padre podía estar festejando el regreso de su infame hermano menor. En medio su rencor y odio, él fue encontrado por el mismo torrente de amor que el hijo menor: el padre salió a su encuentro (Luc. 15:28). Este amor le rogaba que lo acompañara en celebrar el regreso de su hermano perdido, y le recordaba con dulzura su lugar y dignidad como hijo. Todo esto mientras su dolido corazón solo desbordaba acusaciones a su hermano menor y demandaba recompensa por su rectitud y disciplina. Así, mostró que para él, nunca fue recompensa suficiente estar a un lado de su padre, sino que su interés era lo que podía obtener.

Jesús no reveló lo que pasó después con este hijo mayor. Y nunca me voy a dejar de preguntar si volvió al corazón del padre o no. Quizá es mejor que algunas cosas queden sin decirse de este lado de la infinidad. Quizá hay una belleza en el misterio que tenemos que aprender a atesorar…Aunque ese es otro tema.

De regreso al presente

Después de escuchar y absorber esta historia, he llegado a creer que estamos rodeados por dos tipos de personas en el mundo. Por un lado, están aquellos lejos de casa de manera públicamente escandalosa. Por el otro, están los que aparentemente están cerca, pero andan buscando obtener los beneficios y credenciales de estar en casa. Hijos menores e hijos mayores. Los dos quieren lo que viene de la mano del Padre: una vida buena, reconocimiento y dignidad, mientras que ninguno de los dos busca Su rostro, Sus palabras, Su mirada. Se satisfacen con aquellas cosas que sacian momentáneamente nuestras almas insaciables, en vez de buscar la cercanía al corazón de Dios, el lugar donde somos encontrados y abrazados para vivir llenos y satisfechos para siempre.

Algo que se vuelve cada vez más evidente es que vivimos en un mundo alejado del corazón de gracia y verdad de Dios Padre. Racismo, odio, mentiras, manipulación y degeneración moral en gran escala envenenan el tiempo y espacio que el Creador diseñó para que fuera habitado por nosotros. Al mismo tiempo, orgullo, discriminación, juicio y desprecio contaminan los corazones aun de quienes parecen tener todas las respuestas. Hijos menores e hijos mayores. Todos, a una, lacerando el corazón de un Padre que anhela ansiosamente el regreso de sus hijos extraviados. El corazón de un padre que envió un Rescate, un Camino, para hijos menores y mayores por igual. Un Camino de regreso a casa, al hogar. Un amor que busca y recibe tanto al que huyó al horizonte como al que huyó en el corazón.

Costoso perdón

No podemos minimizar la ofensa. Lo que tenía que ser cubierto no era poco, ni era ligero. Traicionar al padre no es algo pequeño. El Cristo que cuenta esta historia es el enviado del Padre, el único Hijo que no lo traicionó sino que se entregó a hacer la voluntad de su Padre: Su muerte de cruz. Así, a través de su sacrificio, Él regresa a casa a sus hijos adoptivos que escupieron en su rostro. Por el favor de Su sangre, Él sale al encuentro de los rebeldes y les llama a la intimidad con Él.

Al conocer este amor nos damos cuenta que cada persona que existió, existe y va a existir depende sola y exclusivamente de tal amor inmerecido del padre para tener un lugar en Su casa, ya que la ofensa contra Él es tan profunda y tan global. Aun nuestra fe y arrepentimiento son frutos del amor inmerecido del Padre, obrando en nuestras almas rotas su fuerza singular y atracción irresistible.

Cada verdadero cristiano llegó a ser esto, un cristiano, solo por el amor inmerecido del padre, y nunca por buen comportamiento, disciplinas religiosas, o cantidad de frases de CS Lewis en su muro. Si el solo portarnos bien (según nuestros vergonzosos estándares del siglo XXI)  y tener algunas disciplinas religiosas fuera suficiente, Jesús fuera innecesario.

Hermanos mayores

Me duele profundamente admitir que surge un riesgo muy oscuro en el corazón de alguien que ha pasado algo de tiempo en la casa del padre. El síndrome del hermano mayor nos empieza a invadir. Nos empezamos a sentir merecedores de estar en la casa del Padre. Así como el hijo mayor en la inmortal historia que Jesús contó esa noche, comenzamos a sentir que es nuestro lugar decidir quién merece entrar y quién no. Yo he estado en los dos lados de la escala. Pecando abiertamente y volviendo de rodillas y oliendo a cerdos al abrazo de mi padre. También he sido como el hijo mayor, queriendo determinar quién entra y quién no a la casa que un día me abrió las puertas a mí cuando no era mas que un traidor avergonzado.

Mi oración y anhelo diario es que, como cuando el hijo menor regresó, El Padre me vista con sus ropas y pueda parecerme más a Él. Que pueda reflejar su corazón de amor y salir al encuentro de aquellos que han decidido volver. Y ya que a mí no me toca saber quién está arrepentido y de camino a casa, solo extenderé su amor a todos por igual, no sea que mi vida o palabras lleguen a ser un impedimento para un hijo perdido que desea llegar a descansar en los brazos del Padre.

A nadie bajo el sol le toca definir quién entra a la casa del Padre. El dueño de la casa ya afirmó que a quienes llegan de rodillas, Él recibe y restaura (Is. 55). Cuando Él me atrajo a casa, llegué sucio y sin dignidad; pero solo al llegar rendido es que Él me limpió y me revivió. Cuando alguien está lejos de casa, es solo de esperarse que va a rascar con uñas ensangrentadas el pavimento día y noche en busca de la fuente de vida y plenitud que solo se encuentran en Jesucristo. No me toca a mí decidir quién merece ser limpiado, ni mucho menos querer limpiar a alguien que aún no vuelve a casa. Esa labor y decisión, en todos los sentidos, le toca a mi Padre.

Sé que antes yo era ciego y ahora veo, que estaba muerto y ahora vivo. Que Jesús hizo lo inexplicable, por alguien interminablemente perdido como yo, y que lo está haciendo por otros hijos perdidos a lo largo de la tierra. Y que quiero ser un hijo que, junto con mi Padre, celebra y corre al encuentro de mi hermano perdido, en vez encontrarlo a medio camino para recitar las condiciones de su regreso. Que mi vida y mensaje siempre imploren: Vuelve a casa hijo pródigo. Vuelve al corazón del Padre.


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